viernes, 28 de enero de 2011

La jauría humana


MARLON BRANDO hecho un ecce homo en lo alto de la escalera de la comisaría de una pequeña ciudad del sur de Texas, como el único obstáculo que se interpone entre el puñado de paisanos dispuestos a tomarse la justicia por su mano contra el indeseable, Robert Redford, que se ha vuelto a colar en sus apacibles vidas, agazapado en un desguace de coches. Imponente en su debilidad, aturdido por una paliza descomunal, de pie ante la intolerancia, el sheriff con el rostro tumefacto y la camisa ensangrentada es un alegato en favor de la Justicia que emana del Derecho. La película, del mismo título que esta columna, es de 1966, cuando en Hollywood aún latía el corazón demócrata contra la injusticia.

Impresiona la paliza al individuo que acaba de descerrajarle tres tiros en la barriga al detenido que llevaba esposado en las mismas escaleras de la comisaría. Robert Redford, tendido en el suelo, muerto el perro y la rabia que había causado; su asesino, al que Brando le ha partido la cara, queda hecho un guiñapo como ese pueblo ciego de rabia y sediento de venganza. Sus efectos son devastadores: nadie queda a salvo de ese naufragio moral que supone un linchamiento: ni víctimas, ni verdugos.

No debería borrársenos de la memoria esta escena final de 'La jauría humana' si queremos que el juicio por la desaparición y muerte de Marta del Castillo no se lleve también más jirones de integridad moral de los que ya nos hemos dejado como sociedad en este turbio caso.

Si les valiera, algunos incontrolados también aparcarían sus autos a las puertas del juzgado para meterle tres tiros a Miguel Carcaño, a El Cuco, a Samuel Benítez y, ya puestos, al hermano de Carcaño y su novia, a los padres del menor y hasta a los abogados defensores. A todo el que se ponga de parte de la Justicia, no se olvide.

A los únicos a quienes se les puede consentir que digan cualquier barbaridad por dura que nos parezca es a los padres, esas víctimas muertas en vida desde el día en que su hija desapareció. Pero a nadie más. Los demás tenemos que sujetarnos a lo que dicten los jueces, nos guste o no. Eso es lo que nos hace diferentes a ellos, es lo que nos eleva sobre la ignominia de unos criminales desalmados que no sólo acabaron con una muchacha en la flor de la vida, no sólo destrozaron a una familia, no sólo se rieron de la policía, sino que amenazan con revolcarnos a todos por el lodo de la barbarie.

Cada uno puede elegir el papel que quiere representar en este drama. Hace tiempo que algunos -empezando por mi compañero Eduardo del Campo- elegimos el de Marlon Brando, de pie en la escalera.

javier.rubio@elmundo.es

27/1/11

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