miércoles, 12 de enero de 2011

Sálvame del Ateneo

(Los que de un oficio tratan, / ponen, señor, a las puertas / un escudo de sus armas; / trato en honor, y así pongo / mi mano en sangre bañada / a la puerta; que el honor / con sangre, señor, se lava.)

Va para veinticinco años que la polémica versión de El médico de su honra con que se estrenaba la Compañía Nacional de Teatro Clásico subió al escenario del Lope de Vega sevillano. Marsillach y Cytrynowski desnudaron la escena -unos bancos como de gimnasia sueca por toda escenografía- para que resplandeciera en toda su crudeza el drama del médico afrentado que le receta una sangría a su mujer creyéndola adúltera para lavar su honra. El caso es que la obra (celos, venganza, honor) se ha vuelto a poner en escena la semana pasada en versión libre con protagonistas tan sevillanos como la Doña Mencía calderoniana. Sólo que el presidente del Ateneo, Alberto Máximo Pérez Calero, no llega a la altura del zancajo a Marsillach y este nuevo El médico de su honra le ha salido hecho un churro abominable del que nada hay aprovechable.

La apresurada sinopsis del lamentable espectáculo sigue sólo en parte el drama original de Calderón de la Barca. Aquí también ha habido un médico deshonrado en público que prefiere desangrar a su mujer en castigo. ¿Quién ha dicho que los dramas de honor están pasados de moda? Si acaso, lo que enseña este chusco episodio es que se han puesto al día con ex jesuitas taxistas que cuelgan los hábitos antes y después de yacer con damas a las que brindan consuelo espiritual... y carnal, hijos que corren en socorro de la víctima añadiendo oprobio al oprobio, jueces que dan carpetazo a denuncias ignominiosas y vengativos truhanes que disfrutan arrastrando por el fango a quienes osaron torcerle el gesto. Y también miserables revestidos con ropajes que les vienen grandes a los que les flaquean las piernas y arrebatacapas de fortuna que pasaban por allí. Todo un repertorio de personajes de nuestro Siglo de Oro.

Sólo que en el presente no hay nada de ese metal noble refulgente y sí mucha basura. Al fin y al cabo, lo que representa el episodio del rey mago es la entronización de la vulgaridad y el chismorreo como valores supremos de la sociedad. Las habladurías que condenaron a Doña Mencía en el drama calderoniano están a la orden del día en programas televisivos cotidianos hasta haberse convertido en el ingrediente fundamental de la información local estos días.

Lo sorprendente, lo realmente llamativo del caso, es que todas esas miserias humanas de las que todos estamos bien surtidos han pasado a ventilarse en público en vez de en la intimidad de la mesa de camilla o -en el peor de los casos- entre las cuatro paredes de una casa en El Rocío, que la romería pentecostal siempre había sido ocasión propicia para revelaciones demoledoras sobre la honra de los romeros.

Antes al contrario, ahora se airean los trapos sucios con impudicia manifiesta en un enloquecido turno de réplicas y dúplicas que sólo el buen criterio del director del competidor Abc ha parado a tiempo. Es el formato Sálvame trasplantado a la vida de unas personas anónimas de cuya existencia y peripecias no conocía más que sucírculo íntimo.

Lo que augura ese modelo en el que la escalada de imprecaciones carece de fin y en el que la propia conciencia de lo que está bien y de lo que está mal se supedita en todo momento a los fines perseguidos es la degradación de la convivencia hasta extremos que ni somos capaces de imaginar. El affaire Wikileaks ha comprometido la libertad con que se habla en secreto en modo análogo a como va a comprometer la proyección pública en Sevilla el affaire Melchor.

Hoy como ayer, sólo hay que identificar cuáles son los delitos imprescriptibles sobre los que la sociedad no concede remisión posible para mancillar el honor de algún rival. En el Siglo de Oro, tal delito era el adulterio. Hoy, son los abusos sexuales a menores o la violencia llamada de género. Y acaso porque en Sevilla estén más vivos que en ninguna otra parte los estereotipos sociales (las convenciones establecidas, la buena reputación, las apariencias que hay que guardar) es por lo que este drama de celos y venganzas se ha cobrado o se va a cobrar tantas víctimas.

El propio presidente del Ateneo ha confesado que el caso deja «tocada» a la institución que dirige. Tal vez convendría empezar por desmontar la excesiva influencia social que le hemos dado al hecho de disfrazarse con unas barbas y tirar caramelos a diestro y siniestro durante horas en plena calle.

Dejémonos de sandeces: la cabalgata no es nada. La ilusión de los niños nada tiene que ver con este desfile de vanidades pregonado hasta la náusea como si fuera el mayor honor que puede recibir en vida un sevillano. No, ya está bien. ¿Quién nos va a salvar de tantos ateneos en los que se barniza las presuntuosas ínfulas de quienes no tienen otro marco donde destacar? Esa salvación se me antoja urgente.

javier.rubio@elmundo.es

03/01/2011

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