viernes, 12 de febrero de 2010

El azar de la vida en un enchufe

TENDEMOS A CREER que todo lo podemos reglamentar, que el mundo es tal como lo estipulemos, que la realidad puede encajar en el articulado de una normativa, que todos las contingencias posibles tendrán una respuesta adecuada en el manual de supervivencia con el que nos desenvolvemos. Hasta que un ladrón al que se habían enchufado tres electrodomésticos sale ardiendo y le roba los años que les quedaran a seis viejitos. Maldito enchufe.

Todo está reglado: el mobiliario de las habitaciones, la anchura de las camas, la cualificación de los cuidadores, el número de encamados, los metros del comedor, la altura de los techos, la fecha de caducidad de los yogures, las duchas de los inválidos, la temperatura de la sopita y buen caldo… Hasta que un cortocircuito convierte un apacible asilo en una trampa mortal para ancianos incapaces de dar un salto de la cama y brincar escaleras abajo en busca de una bocanada de aire.

Querámoslo creer o no, el error humano nos tranquiliza. Alguien se equivocó al accionar una palanca, alguien se saltó el procedimiento, alguien confundió las teclas, alguien dejó en mal sitio algo. Todo eso nos proporciona la ilusión de que es posible combatir el yerro endureciendo el cumplimiento de los protocolos de actuación.

El fallo mecánico es lo que más nos rompe los esquemas: cómo es posible que no se hubiera previsto que pudieran conectarse tantos aparatos eléctricos a un mismo enchufe. ¿Hará falta un reglamento que estipule sus horas de funcionamiento? ¿Cuál habría de ser la intensidad de un cable enchufado 24 horas en aplicación de la ley de Ohm?

Todo cabría en esa prolija y minuciosa reglamentación ideal que nos proporcionaría la ilusión de la seguridad sin advertir que es la Administración la que relaja su cumplimiento de mil y una formas inimaginables incluso en casos de personas tan vulnerables como unos ancianos sin posibilidad de moverse.

Todo eso cuesta dinero. A los dueños, que ven reducidas sus ganancias, pero también a la Administración, que tiene el deber de vigilar la aplicación de sus propias normas: más funcionarios con conocimiento y plena capacidad para aplicar inflexibles la reglamentación que, sobre el papel, evitaría la repetición de episodios trágicos. Hasta que el puñetero enchufe sale ardiendo y el azar que rige nuestras vidas cae del lado malo, a pesar de todas las inspecciones y todos los protocolos. ¿De verdad nos creemos a salvo en todo momento?

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