viernes, 12 de febrero de 2010

La caseta como símbolo

Puede que la caseta de Feria, con su construcción modular provisional y su trastienda oculta a los ojos del paseante donde tratar de asuntos nada baladíes, con su decoración decididamente fuera de moda y barata, simbolice en la actualidad mejor que el canon del paso de palio el alma de la ciudad, si tal cosa pudiera aprehenderse por la simple ecuación de reducir a un mínimo común divisor las aspiraciones, los principios y los valores asentados entre sus moradores.

El caso es que la Feria no ha desatado entre los poetas y literatos de la ciudad la fuerza emocional de la Semana Santa, pero no hay duda de que la caseta y su reunión de socios endomingados para celebrar la inauguración de la fiesta la misma noche de la prueba del alumbrado es una poderosísima imagen metafórica de las relaciones sociales en Sevilla: cada oveja con su pareja en una sociedad fuertemente estratificada en la que acaso el hábito penitencial de las hermandades brinde la única ocasión en que se da por buena –y según y cómo– la abolición de las fronteras entre las clases.

Conviene no perder de vista ese momento supuestamente mágico de la mal llamada cena del pescaíto para entender por qué una simple caseta de lonas a rayas y toldos mugrientos bajo la que cobijarse apenas seis días al año copa la actualidad política de la ciudad desde que hace dos semanas el infatigable Sebastián Torres diera a la luz la exclusiva en estas mismas páginas.

Resulta evidente que la capacidad de captar la atención del lector es directamente proporcional a la implicación personal en los hechos que se narran. No hay que estar apuntado durante años en la lista de solicitantes de casetas de Feria para advertir lo que significa la concesión de una de estas estructuras efímeras para disfrute de la familia, los amigos o la entidad solicitante.

Todo el mundo sabe lo que significa obtener el plácet municipal para asentar los reales en la feria porque toda la ciudad conoce de memoria el valor simbólico de la caseta. No hay que extenderse en explicaciones ni prolijas argumentaciones sobre el interés general o el aprovechamiento del cargo público en beneficio propio cuando se habla de que un concejal en ejercicio se apropió de una caseta de feria concedida a una agrupación de honestas limpiadoras de escuela.

Por eso el caso Mir ha prendido tan rápido en una opinión pública asqueada de que siempre se cuelen los intereses particulares de quienes han recibido el mandato de la representación popular en el Ayuntamiento. Porque el carácter simbólico del caso de la caseta que se quedó el concejal Alfonso Mir para sí y para sus amigos va más allá del plano meramente formal de esa impagable reunión de dirigentes socialistas de la cuerda del alcalde Monteseirín brindando resueltamente por la aplicación de los ideales socialistas a su tarea de gobierno en torno a platos bien servidos.

La irregularidad administrativa que se intuye de fondo en la maniobra del concejal Mir para quedarse con lo que no era suyo sino de un servicio municipal es también una poderosísima metáfora que proyecta la imagen de la arbitrariedad con que se conduce la Administración pública, violentando los reglamentos que son garantía de la igualdad efectiva de los derechos reconocidos a la ciudadanía a conveniencia de quien ejerce el poder político en cada momento.

Es una simple caseta, sí, pero bajo los toldos echados de la madrugada se cuela el refulgor de una chapuza burocrática en el caso más benévolo con que se ha propiciado el cambiazo en la titularidad de la concesión administrativa. Con casos como éste, los ciudadanos ven confirmadas sus sospechas de que el desempeño de cargos públicos lleva aparejados ciertos privilegios que le están vedados a los simples pecheros, que bastante tienen con contribuir con sus impuestos al sostenimiento de esa maquinaria administrativa.

El símbolo de la discrecionalidad con que se dirimen los asuntos públicos aplicando lo ancho del embudo para los amigos y dejando lo estrecho para los que no lo son está tan presente en el imaginario colectivo a través de esta caseta que no hace falta insistir más en él. Se ve desde lejos que a los ciudadanos corrientes y molientes se les niega con denuedo lo que a determinados políticos y cargos conectados con el poder se les dispensa a manos llenas.

La vergüenza de que se haya descubierto este comportamiento cuando menos irregular debería ser motivo más que suficiente para que el corrido concejal hubiera puesto ya su cargo a disposición del alcalde con que sólo hubiera un ápice de dignidad en su comportamiento.

Pero volvamos a la noche inaugural de la Feria con todos esos preeminentes socialistas allí congregados entre los que se cuentan dos de los imputados en el caso Mercasevilla. La capacidad evocadora que tiene su presencia dispara el símbolo de la caseta de Feria como lugar de encuentro para el trato bajo cuerda. ¿Para qué, si no, iban a estar tan interesados en disponer de caseta?

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